Por Ricardo López Göttig
Uno de los rasgos sobresalientes y que más atrajo la atención en el siglo XIX sobre estas exóticas latitudes rioplatenses, fue la posibilidad de la movilidad social ascendente. No sólo Argentina se fue transformando en un imán para inmigrantes debido a los altos salarios, sino también porque los extranjeros inmigrantes podían adquirir propiedades como fruto de su esfuerzo y ahorro, y a que sus hijos podían aspirar a un nivel educativo que era muy difícil de alcanzar en sus países de origen. La consigna alberdiana de “gobernar es poblar” no debía quedarse en un mero slogan, ni tampoco la invitación liberal de nuestro Preámbulo “para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Y es por ello que los constituyentes argentinos se preocuparon, desde el inicio, de asegurar las condiciones para que pudieran desarrollarse más y mejores oportunidades.
El objetivo de proteger con las máximas garantías a derechos fundamentales como trabajar, educarse, adquirir una propiedad, ejercer libremente el culto, ahorrar, emprender e invertir era para todos los habitantes, ya fueran argentinos nativos o recién llegados a estas tierras. De allí el énfasis en la alfabetización, ya que se buscaba elevar en las aulas al ciudadano y al hijo del inmigrante. La educación es, siempre y en todo lugar, una herramienta esencial para la movilidad social ascendente, instrumento de ciencia y cultura, de progreso cívico y material. Ya Sarmiento había observado, en su primer viaje a los Estados Unidos, cómo es que saber leer, escribir y realizar las operaciones matemáticas elementales, significaba un salto en el desarrollo agrícola y comercial: el granjero podía enterarse y comprender las novedades sobre maquinarias y nociones científicas básicas leyendo el diario, y así las podía aplicar en su trabajo cotidiano.
Este espíritu práctico del uso del conocimiento, además, se tradujo en la movilidad social ascendente intrageneracional, transformando a la República Argentina en una cultura liberal y cosmopolita que premiaba y estimulaba las aspiraciones de mejora. “M’hijo el dotor”, visto con horror por los nostálgicos de la rigidez de la soporífera sociedad estamental, envuelta en las brumas de una eterna siesta, fue el deseo superador de millones de padres y madres para sus descendientes.
La triste situación de este siglo XXI sacude nuestras conciencias: la mitad de la población bajo la línea de pobreza, con un dolor que se agiganta cuando se toma conciencia de la cantidad de niños y adolescentes que han quedado rezagados o fuera del sistema escolar durante la larga cuarentena. Las prácticas clientelares, el despilfarro del gasto estatal en empresas deficitarias y la inoperancia se encubren con la emisión descontrolada de pesos y más pesos, en una loca carrera por empapelarnos de pobreza. Desde el oficialismo y sus voceros se buscó instalar la cultura del facilismo, de la burla al deseo de superación, y se pretende imponer el descrédito del mérito y la mofa ante el esfuerzo.
Frente a esta realidad desoladora creció el hartazgo ante tanta corrupción y mediocridad ramplona, marcando las señales del fin de la era kirchnerista, que aún persiste y deja tierra arrasada mientras retrocede día a día. Vivimos en tiempos de grandes contrastes, con la Scaloneta que logró su triunfo a base de disciplina, entrenamiento constante y fomento del talento, frente a escenas de marginalidad y barbarie. Así fue también en tiempos de la organización nacional: se inauguraban ferrocarriles, telégrafos, escuelas y observatorios astronómicos, al tiempo que se alzaban los últimos caudillos de las montoneras. Las metas del progreso social y económico, de la estabilidad institucional, lograron triunfar como políticas de Estado, un amplio consenso que se resquebrajó en el golpe de 1930. Y a pesar de todo, seguimos siendo la patria de Borges y Cortázar, de Houssay y Leloir, de la Revista Sur y Victoria Ocampo, de Martha Argerich y Sol Gabetta.
En diciembre de 2023 comenzará un desafío de titanes, un largo y difícil camino que exigirá mucha fortaleza moral ante prácticas y narrativas arraigadas, que se irán diluyendo en el olvido si se persiste en las más altas miras. Darle prestigio y transparencia a las instituciones, devolver calidad a la educación y la ciencia, promover la inversión y la innovación, estabilizar la moneda, fomentar el ahorro y proteger la propiedad privada, son parte de un sistema de políticas entrelazadas por un liberalismo coherente y realizable.
Recuperar la aspiración de la movilidad social ascendente será la gran conquista de los próximos veinte años, en un mundo que avanza a pasos acelerados hacia un futuro que estará marcado por las innovaciones científicas y tecnológicas. Es un deber, un derecho y una necesidad darle nueva vida al gran sueño argentino.