viernes, marzo 31, 2023

Marcar a alguien en democracia: Historia y crítica al escrache

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Está en boca de todos los diarios que, el día de ayer, el diputado nacional Ricardo López Murphy fue a dar una charla orientada a jóvenes en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y, al intentar ingresar al salón designado, fue sorprendido por el bloqueo de diez estudiantes pertenecientes a distintas agrupaciones peronistas (curioso que siendo varias agrupaciones apenas lleguen a diez). Dichos estudiantes se excusaban con que era una “sentada pacífica en repudio”, aunque no era pacífica porque estaban usando la fuerza para prohibir el ingreso, y tampoco era un repudio, era un escrache.

¿Qué es un escrache y cuándo se origina?

El escrache es una modalidad para “marcar” a una persona, ya sea por su ideología, acciones, etnia o sexualidad, que tiene por objetivo que el escrachado no pueda desarrollar su vida con normalidad, ya sea porque se le impide acceder o salir de un lugar, se lo acusa públicamente de hechos y/o delitos, se “señalan” su domicilio o lugares comunes, o se le impide realizar ciertas actividades. 

El escrache como término en sí tiene sus orígenes en Argentina, aunque acciones prácticamente idénticas se veían en los países de Europa que estaban bajo los gobiernos autoritarios. Este puede ser el caso de la Italia fascista, donde se usaba para humillar a aquellos que no eran serviciales al régimen, la España franquista, para señalar a los republicanos, o el más terrible: en la Alemania nazi, donde el escrache se usaba para marcar a minorías, judíos, homosexuales, migrantes, etc. 

El escrache es una característica de los regímenes autoritarios, ya que parte de la premisa de “señalar al distinto”

Como dijimos anteriormente, el término “escrache” se popularizó en Argentina en 1995. En principio se usaba para señalar injusticias o descontento social ante crisis económicas para luego volcar en una práctica totalitaria (que lo es hasta el día de hoy). En dicho año, la Asociación H.I.J.O.S se dedicaba a señalar las casas y lugares en los que vivían aquellas personas que fueron condenadas por crímenes de lesa humanidad e indultadas por Carlos Saúl Menem. En esa época tenían cierto sentido tales actos, ya que no era una acción con el fin de solamente marcar a aquellas personas, sino a todo un entramado de impunidad que habría protegido a individuos que aprovecharon un contexto trágico para tomar el poder, violar la constitución y cobrar vidas en el nombre de la nación. Más que “señalar” a alguien por su ideología, era apuntar a una injusticia que se cometió no sólo contra particulares (ya que en este caso sí sería considerablemente reprochable) sino contra la sociedad.   El escrache volvió a ser furor en 2001 con el “que se vayan todos”, y de ahí para adelante dejó de ser un instrumento para manifestar injusticias y/o descontentos populares a ser una mera modalidad de expresión de intolerancia, violencia y autoritarismo de un sector político a otro.

El escrache hoy y la hipocresía de la dirigencia política.

El escrache actualmente es una manifestación de intolerancia política, autoritarismo y resabios de un pensamiento fascista muy arraigado en el país. Retomando lo sucedido con López Murphy, en el momento en que diez personas, que tienen exactamente los mismos derechos y obligaciones que todos los demás estudiantes, creen que por tener un bombo y una bandera pueden imponer términos y condiciones sobre quién puede hablar y quién no en una institución pública, se convierte en un acto fascista. En este caso, reemplazan la idea de “lo público es de todos” por “lo público es nuestro”, creyéndose con la autoridad suficiente para decidir quién puede hablar y en dónde.

“Lo peor del caso, es que aquel que realiza este acto de intolerancia se siente canchero en el proceso”.

Lo peor del caso, es que aquel que realiza este acto de intolerancia se siente canchero en el proceso, como si fuera dueño de la Facultad o estuviera encarando un acto de rebeldía. Claramente esto reside en su cabeza, porque desde afuera se ve por lo que son: estudiantes a los que les hicieron creer que este tipo de actos están frenando -de algún modo- el avance de otras ideologías ajenas. 

“En el momento en que diez personas […] creen que por tener un bombo y una bandera pueden usar la fuerza para imponer términos y condiciones sobre quién puede hablar y quién no en una institución pública, se convierte en un acto fascista”.

Estas acciones todavía son socialmente aceptadas, gracias a dos polos: la hipocresía, de ciertos sectores de la política, y el silencio. La hipocresía reside en una facción de la política que se desvive hablando de tolerancia y democracia, mientras que frente a estos actos prefiere mirar para otro lado y, en algunos casos, justificarlo. Un gran ejemplo es Leandro Santoro, quien salió en los diarios por haber sido escrachado y escupido por una agrupación de izquierda “Las Rojas” en plena campaña de 2021. El hoy diputado nacional, ante una situación similar pero sufrida por un opositor, prefiere criticar a López Murphy por decir que viaja en colectivo y aprovecha para tirar piedras a Milei (¿qué tendrá que ver, no?). Este caso es una aguja en un pajar: numerosos dirigentes, que en su momento sufrieron este tipo de violencia, hoy guardan silencio.

“La hipocresía reside en una facción de la política que se desvive hablando de tolerancia y democracia, mientras que frente a estos actos prefiere mirar para otro lado y, en algunos casos, justificarlo”.

No está de más mencionar que los sectores políticos cómplices de estas prácticas son los primeros en tachar como “discursos de odio” e “intolerancia” a aquellos dirigentes que tienen una visión diametralmente opuesta a la suya. En síntesis: hablan de tolerancia y respeto cuando les conviene

Por suerte, este tipo de hechos ya no tienen peso en la sociedad, y las personas que los realizan son señalados cada vez más como marginados. Es una luz de esperanza en una Argentina que cada tanto tiende a volver a las prácticas totalitarias. 

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