Son los 90

Una mujer pierde a su padre intempestivamente. Infarto.

Se ve abrumada por la situación y sus siguientes días son sólo de duelo.

Cuando finalmente retorna a la cruda realidad de que la vida sigue, se encuentra con infinidad de trámites por delante, en la era previa a la digitalización.

En particular, uno de ellos puede ser extremadamente simple o brutalmente complejo: la diferencia radica, irónicamente, en que su padre se encuentre vivo o muerto.

Sabiendo que no puede volver el tiempo atrás, su primer instinto es rendirse y dejar el trámite para un futuro en donde tenga mayor fortaleza para afrontarlo.

Lo comenta con un amigo angustiada.

Amigo es “piyo”. Amigo sabe moverse por la vida. Amigo sabe cómo funciona “el sistema”. Hay alternativas.

Amigo concurre a la comisaría donde conoce a un policía y le pide certificado de supervivencia. Policía le explica que no va a ser posible. Amigo tiene la confianza suficiente para pedirle por favor y sugerirle que debería de haber alguna forma. Policía entra a la comisaría y vuelve con el certificado de supervivencia firmado por el oficial a cargo de emitirlo, distinto de su persona.

El precio del certificado es $ 50. Normalmente sería $ 10.

Amigo vuelve con la hija del difunto, le dice que consiguió el certificado por $ 70 y lo intercambia por el precio en el acto.

La mujer se presenta, acredita que su padre sigue vivo y soluciona el trámite al instante.

Nunca nadie se puso al día respecto del padre de Schrödinger que simultáneamente yacía dos metros bajo tierra en Chacarita mientras encomendaba a su hija realizar trámites.

En la misma década, un director de una importante empresa de telecomunicaciones recibe presupuesto para un proyecto interno de gran envergadura.

La plata abandona las arcas de la compañía para convertirse en acciones de la propia empresa, en cuenta comitente personal del propio director.

Sorpresivamente, casi como si de inside trading se tratara, ciertas noticias multiplican el valor de las acciones.

El director vende toda su tenencia, devuelve a la compañía el presupuesto original y se queda la diferencia.

Durante todo ese tiempo, en simultáneo y con todos sabiéndolo sin saber, cientos (sino miles) de licitaciones públicas son asignadas a prestadores que, en términos de mercado, sobrefacturan sus bienes/servicios.

No toda la plata es para el prestador. Retorno le dicen.

Terribles los 90, ¿no?

Así también fueron los 80 y los 2000. 2010, 2015 y 2020.

Cualquier año que uno agarre al azar.

La Argentina tiene una enfermedad endémica, sistémica, automatizada y pueril.

La corrupción no es un momento dado, ni un grupo determinado, ni un rubro en especial, ni un área o actividad específicamente delimitada.

Está en todo y en todos.

Quien lee se sabe justo e imperturbable, impoluto.

Pero quien lee tal vez es monotributista y no factura todo lo que provee, quien lee tal vez es empleado pero compró hace un mes un mueble en efectivo con 10% de descuento y sin comprobante fiscal, quien lee tal vez mintió en un formulario o cobra parte de sus ingresos en dólares abajo del colchón o se aseguró de que una multa de tránsito no existiera o dijo hacer horas extras para negociar una mejor salida en un laburo donde las cosas terminaron mal o…

Quien lee tal vez no es justo e imperturbable, ni impoluto.

Tal vez es simplemente otro engranaje más de un sistema que sólo puede (a duras penas) funcionar si sus movimientos son injustos, perturbados y sucios.

En 2002, cruzando el charco un Presidente dijo: “el Problema de los argentinos es el problema de los argentinos: una manga de ladrones del primero hasta el último (…) ¿sabe cómo se manejan las cosas en Argentina? ¿sabe la clase de volumen y magnitud de corrupción que hay en Argentina?“.

Rápido nos indignamos y lo condenamos. Lo forzamos a ponerse la careta emocional de un político, tomarse un avión, literalmente soltar lágrimas frente a una cámara y abrazar a Duhalde.

Tampoco es que el señor tuviera autoridad moral para mirarnos desde un pedestal (“Hay otras cámaras me parece, ¿no?” dijo Duhalde; “No importa si hay otras cámaras haremos lo mismo con otras cámaras” le contestó el señor), pero la escena de arrastrarlo a hacer el show de pedirnos perdón, por describirnos como sabemos que somos, fue cuanto menos ridícula.

Nos pidió perdón por llamarnos corruptos… frente a Duhalde.

Una década después decidimos, directa y desesperadamente, definirnos públicamente.

“Un país con buena gente”.

Sería más honesto si lo definiéramos como un aspiracional, algo así como un “don’t be evil” de Google, que más que una definición es un recordatorio de un inevitable destino al que se quiere resistir.

En nuestro caso y para nuestro slogan, un destino que metódicamente esquivamos.

Al menos tendría un reconocimiento expreso de sabernos que no somos lo que queremos ser, pero la voluntad e intención de tratar de alcanzarlo, en vez de mentirnos y acogedoramente sentarnos en el trono de sabernos un buen tipo, una buena mina, un buen mentiroso.

Los españoles tienen un dicho para el que dice tener mucho dinero mientras cuenta las monedas a fin de mes, para quien se declara un ganador romántico mientras duerme todas las noches solo, para quien dice encontrarse muy seguro de su cuerpo mientras lo oculta… “dime de qué presumes y te diré de lo que careces”.

Algunos se animan a desafiar al slogan. Miran a los costados y señalan, dicen “este no es bueno”, “este es corrupto”, “este es un sorete”.

Hay una persona que quiero mucho que se la pasa haciendo esto. Una persona con conciencia social, bien intencionada, que hace todo como debe ser.

Esa persona tiene “changas” profesionales en dólares al costadito de su laburo. Por supuesto no declara un mango.

No siente culpa, el problema real son otros, que el establishment, que las grandes empresas,  que los evasores… si tan solo quisiera entender qué es un evasor el dedo acusador cambiaría de destinatario; pero no quiere.

Nadie quiere mirar al espejo.

Por eso tenemos un pacto tácito. Todos tenemos el derecho de no mirar al espejo y señalar para afuera.

Una expiación de culpas constante. Un sacrificio del otro para poder salvar el alma propia.

Una forma de exigir cambios en los que no queremos ni estamos dispuestos a participar, de tener una excusa de por qué en definitiva somos como somos… “por culpa de:”.

Tal vez sea momento de reciclar otro slogan pero adaptado: Argentina, “la Culpa es el otro”.

En ese bote estamos todos a bordo. Yo también.

Puede venir alguien que diga “acá se terminó la joda de andar haciendo cada uno cualquier cosa, vamos a hacer todos todo bien” y muchos lo van a querer votar… hasta que se den cuenta que realmente quiere hacer las cosas bien.

Ahí no lo vota nadie.

Y no, esto no es una discusión con color amarillo o celeste, no tiene nada que ver con eso. No es una cuestión de discursos políticos ni facciones.

Es una cuestión de fondo, mucho más profunda, que atraviesa trasversalmente al albañil, al municipal, al contador independiente, al empresario de zona norte, al peroncho, al globoludo, al trotsko, al pubertario, a cualquiera.

Es consecuencia directa de ser criados en Argentina, de adoptar sus verdaderos valores, no los que ponemos en slogans o escuchamos de un turista que nos visita: los de verdad.

Los que nos hacen ser argentino.

Vos sabes cuáles son, yo sé cuáles son. Pero es feo decirlos. Es feo hacerse cargo.

Se siente traición a la patria, al de al lado… a uno mismo.

Debería cerrar todo esto con alguna suerte de consejo final, de guía espiritual, de impulso a generar un cambio.

¿Pero quién soy yo para generar un cambio del que ni siquiera seguiría haciéndome cargo pasado mañana?

¿Qué me haría diferente del que se cuelga de un eslogan o un cuadro político que es pura estética y deseos pero nada de contenido?

Al final de cuentas nadie es responsable de producir un cambio real.

Yo, Argentino.